Heridas abiertas

De repente un recuerdo me golpeó. Eran muchas las memorias que se me venían a la mente estando en aquella habitación. Era un cuarto no muy grande, desde la ventana se veía aquel bosque que de pequeño solía recorrer con mi abuelo, ese en el que mi hermana y yo construimos una cabaña dónde pasábamos horas y horas leyendo historias y cazando insectos. La cama, también pequeña –acorde con las dimensiones del cuarto- olía a viejo, a cerrado, a humedad, a todo ese polvo que durante años se había ido posando en ella, años en los que no me había percatado del abandono en el que había dejado aquella casa, que durante muchos veranos había considerado mi hogar.

Estando tumbado cada momento allí vivido me taladraba el cerebro y la habitación parecía hacerse más y más grande y yo minúsculo al mismo tiempo. Que angustia. Las paredes seguían blancas, aunque las telarañas no faltaban en las cuatro esquinas superiores y en algunos lugares todavía se notaba la marca dónde había colgado un cuadro, un cartel o una foto. Pero ahora estaban vacías, desde aquella vez en la que me harté, me harté de todas aquellas niñatadas que tenía: un planisferio, los comics, un mapa del mundo, un póster de dinosaurios, otro de animales marinos… Echo de menos todo aquello. Echo de menos esa sensación de entrar y sentir que esta era mi guarida, que aquí, estaba seguro.

Mientras miraba a la nada, pensaba en ese recuerdo que me había abofeteado de sopetón. Yo era pequeño, estaba debajo del fregadero de la cocina, tenía un hueco donde me gustaba esconderme, siempre fui de constitución delgada por lo que eso de entrar en cualquier sitio no me suponía ningún problema. Allí esperaba a que alguien me encontrase, me llevaba un libro o la videoconsola y pasaba las horas. Me gustaba estar ahí, yo veía todo pero nadie me veía tan fácilmente. Era una cocina muy bonita, antigua pero bien cuidada. La mesa estaba en medio de la sala, con un mantel de tela que tenía hojas bordadas en tonos marrones, naranjas y rojos recordando al otoño, era mi favorito. Seis sillas, todas algo viejas e incómodas, puestas perfectamente en su sitio, sin rechistar. Encima del fregadero había una gran encimera y un ventanal enorme dónde se veía el gran jardín que mi abuela tanto cuidaba. Al otro lado en cambio, había cuadros de paisajes y bodegones en la pared. A la derecha se abría el salón, sin puertas ni ventanas y a la izquierda, a unos 10 pasos había dos puertas, una al jardín y otra al pasillo y entre medias armarios con miles de cosas.

Estando allí, escondido, escuché como dos voces se acercaban, hablaban nerviosas, rápidas, se entrecruzaban, se pisaban, se pisoteaban, una hablaba más fuerte, la otra lo intentaba hacer más bajo y entonces la primera se relajaba. De pronto la puerta se abrió, yo me quedé callado, sin hablar, el corazón me palpitaba muy rápido, tenía miedo de que se oyese pero parecía que aquellas dos personas no estaban pendientes de nada más que de su conversación. Eran mis padres, les notaba alterados pero preocupados, nunca les había visto así, yo apenas tenía 7 años y todo eso me parecía muy raro. Decidí esperar, no respirar fuerte y escuchar lo que decían, pues muchas veces me parecía que me contaban lo bien que estaba todo y yo sabía que no siempre era así.

“Pero Juan, ¿Cómo vamos a hacer eso? ¿Cómo se te ocurre pensar eso?” decía mi madre preocupada y casi con las lágrimas a punto de salir. “No lo entiendes Aida, va a ser un gasto enorme y todavía estamos a tiempo…” Mi madre no podía estarse quieta, recuerdo que iba de un lado para otro como si andar tanto le fuesen a dar la solución a su problema. “Ay Juan, no sé. No entiendo cómo puedes tener tan poca sensibilidad, con lo que tú has sido y ahora estás siendo tan radical que me asusta.” Se me empiezan a revolver las tripas, es uno de mis primeros recuerdos más dolorosos y creo que nunca, en estos 20 años había tenido tanto tiempo para pensar tanto en él. “Mira Aida, vamos al médico mañana, te dan una pastilla y nos olvidamos de que todo esto ha pasado” decía mi padre con total confianza. “Es que no me lo puedo creer Juan. Voy a tener este bebé te guste o no, si quieres cuidarle conmigo, adelante sino ya sabes donde están tus cosas y la puerta.” Contestaba mi madre con la voz entrecortada pero muy decidida y tras un silencio que a mí se me hizo eterno, los dos se miraron y cada uno salió por una puerta.

Creo que por esto no tuve mucha confianza ni empatía con mi padre, el trauma de pensar que se planteó en no tener a mi hermana me hizo rechazarle inconscientemente. Puede ser que por eso se fue cuando ella cumplió los 15, supongo que le pareció que ya había sido suficiente. Nunca le he contado esta historia, creo que ya es hora de que la sepa. Mi madre siempre la ha tenido entre algodones, y cuando él se marchó no sabía que decirle así que mintió. 5 años más tarde la mentira se ha ido haciendo cada vez más grande y ya es hora de que alguien pinche la burbuja en la que está viviendo. Cojo el teléfono y marco su número.

Pi…Pi…

-¿Hola?


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